LA PROCLAMA
Este documento de Gabriel García Márquez, fue creado por el Premio Nobel alrededor de la Comisión de Sabios por una mejor educación en Colombia, en el último año de gobierno de César Gaviria Trujillo.
POR UN PAIS AL ALCANCE DE LOS NIÑOS
Por: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Los primeros
españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto de los
pájaros, se mareaban
con la pureza de los olores y agotaron en pocos años una especie
exquisita de perros
mudos que los indígenas criaban para comer. Muchos de ellos, y otros que
llegarían después,
eran criminales rasos en libertad condicional, que no tenían más razones
para quedarse. Menos
razones tendrían muy pronto los nativos para querer que se quedaran.
Cristóbal Colón,
respaldado por una carta de los reyes de España para el emperador de China,
había descubierto
aquel paraíso por un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La
víspera de su
llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves en la oscuridad del océano,
había percibido en el
viento una fragancia de flores de la tierra que le pareció la cosa más
dulce del mundo. En
su diario de a bordo escribió que los nativos los recibieron en la playa
como sus madres los
parieron, que eran hermosos y de buena índole, y tan cándidos de
natura, que cambiaban
cuanto tenían por collares de colores y sonajas de latón. Pero su
corazón perdió los
estribos cuando descubrió que sus narigueras eran de oro, al igual que las
pulseras, los
collares, los aretes y las tobilleras; que tenían campanas de oro para jugar, y
que
algunos ocultaban sus
vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y
no sus valores
humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo Génesis
que empezaba aquel
día. Muchos de ellos murieron sin saber de dónde habían venido los
invasores. Muchos de
éstos murieron sin saber dónde estaban. Cinco siglos después, los
descendientes de
ambos no acabamos de saber quiénes somos.
Era un mundo más
descubierto de lo que se creyó entonces. Los incas, con diez millones de
habitantes, tenían un
estado legendario bien constituido, con ciudades monumentales en las
cumbres andinas para
tocar al dios solar. Tenían sistemas magistrales de cuenta y razón, y
archivos y memorias
de uso popular, que sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un
culto laborioso de
las artes públicas, cuya obra magna fue el jardín del palacio imperial, con
árboles y animales de
oro y plata en tamaño natural. Los aztecas y los mayas habían plasmado
su conciencia
histórica en pirámides sagradas entre volcanes acezantes, y tenían emperadores
clarividentes,
astrónomos insignes y artesanos sabios que desconocían el uso industrial de la
rueda, pero la
utilizaban en los juguetes de los niños.
En la esquina de los
dos grandes océanos se extendían cuarenta mil leguas cuadradas que
Colón entrevió apenas
en su cuarto viaje, y que hoy llevan su nombre: Colombia. Lo habitaban
desde hacía unos doce
mil años varias comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas
distintas, y con sus
identidades propias bien definidas. No tenían una noción de estado, ni
unidad política entre
ellas, pero habían descubierto el prodigio político de vivir como iguales en
las diferencias.
Tenían sistemas antiguos de ciencia y educación, y una rica cosmología
vinculada a sus obras
de orfebres geniales y alfareros inspirados. Su madurez creativa se
había propuesto
incorporar el arte a la vida cotidiana --que tal vez sea el destino superior de
las
artes-- y lo
consiguieron con aciertos inemorables, tanto en los utensilios domésticos como
en
el modo de ser. El
oro y las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un
poder cosmológico y
artístico, pero los españoles los vieron con los ojos de Occidente:~ oro y
piedras preciosas de
sobra para dejar sin oficio a los alquimistas y empedrar los caminos del
cielo con doblones de
a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la Conquista y la Colonia, y el
origen real de lo que
somos.
Tuvo que transcurrir
un siglo para que los españoles conformaran el estado colonial, con un
solo nombre, una sola
lengua y un solo dios.
Sus limites y su
división política de doce provincias eran semejantes a los de hoy. Esto dio por
primera vez la noción
de un país centralista. y burocratizado, y creó la ilusión de una unidad
nacional en el
soporte de la Colonia. Ilusión pura, en una sociedad que era un modelo
oscurantista de
discriminación racial y violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los
tres o cuatro
millones de indios que encontraron los españoles estaban reducidos a no más de
un millón por la
crueldad de los conquistadores y las. enfermedades desconocidas que trajeron
consigo. Pero el
mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible. Los miles de esclavos
africanos, traídos
por la fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas, habían
aportado una tercera
dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de imaginación y nostalgia, y
otros dioses remotos.
Pero las leyes de Indias habían impuesto patrones milimétricos de
segregación según el
grado de sangre blanca dentro a cada raza: mestizos de distinciones
varias, negros
esclavos, negros libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a
distinguirse
hasta dieciocho
grados .de mestizos, y los mismos blancos españoles segregaron a sus
propios hijos como
blancos criollos.
Los mestizos estaban
descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios
públicos, o para
ingresar en colegios y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive dé
un alma; no tenían
derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba
impura hasta que
fuera decantada por cuatro generaciones de blancos. Semejantes leyes no
pudieron aplicarse
con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras
de
las razas, y por la
misma dinámica. social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las
tensiones y la
violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los
colegios de Colombia
a los hijos de uniones libres. Los negros, iguales en la ley, padecen
todavía de muchas.
discriminaciones, además de las propias de la pobreza.
La generación de la
Independencia perdió la primera oportunidad de liquidar esa herencia
abominable. Aquella
pléyade de jóvenes románticos inspirados en las luces de la revolución
francesa, instauré
una república moderna de buenas intenciones, pero no logró eliminar los
residuos de la
Colonia. Ellos mismos no estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón
Bolívar, a los 35
años, había dado la orden de ejecutar ochocientos prisioneros españoles,
inclusive a los
enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a los 28, hizo fusilar a
prisioneros de la
batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los buenos
propósitos de la
república propiciaron de soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos,
obreros y artesanos y
otros grupos marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX
no fue ajena a esas
desigualdades, como no lo fueron las numerosas conmociones políticas
que han dejado un
rastro de sangre a lo largo de nuestra historia.
Dos dones naturales
nos han ayudado a sortear ese sino funesto, a suplir los vacíos de nuestra
condición cultural y
social, y a buscar a tientas nuestra identidad. Uno es el don de la
creatividad,
expresión superior de la inteligencia humana. El otro es una abrasadora
determinación de
ascenso personal. Ambos, ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan
útil para el bien
como para el mal, fueron un recurso providencial de los indígenas contra los
españoles desde el
día mismo del desembarco. Para quitárselos de encima, mandaron a Colón
de isla en isla,
siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro que no había
existido nunca. A los
conquistadores alucinados por las novelas de caballería los engatusaron
con descripciones de
ciudades fantásticas construidas en oro puro, allí mismo, al otro lado de
la loma. A todos los
descaminaron con la fábula de El Dorado mítico que una vez al año se
sumergía en su laguna
sagrada con el cuerpo empolvado de oro. Tres obras maestras de una
epopeya nacional,
utilizadas por los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de
esos talentos precolombinos
nos viene también una plasticidad extraordinaria para asimilarnos
con rapidez a
cualquier medio y aprender sin dolor los oficios más disímiles: fakires en la
India,
camelleros en el
Sahara o maestros de inglés en Nueva York.
Del lado hispánico, en
cambio, tal vez nos venga el ser emigrantes congénitos con un espíritu
de aventura que no
elude los riesgos. Todo lo contrario: los buscamos. De unos cinco millones
de colombianos que
viven en el exterior, la inmensa mayoría se fue a buscar fortuna sin más
recursos que la
temeridad, y hoy están en todas panes, por las buenas o por las malas
razones, haciendo lo
mejoro lo peor, pero nunca inadvertidos. La cualidad con que se les
distingue en el
folclor del mundo entero es que ningún colombiano se deja morir de hambre.
Sin embargo, la
virtud que más se les nota es que nunca fueron tan colombianos como al
sentirse lejos de
Colombia.
Así es. Han asimilado
las costumbres y las lenguas de otros como las propias, pero nunca han
podido sacudirse del
corazón las cenizas de la nostalgia, y no pierden ocasión de expresarlo
con toda clase de
actos patrióticos para exaltar lo que añoran de la tierra distante, inclusive
sus
defectos. En el país
menos pensado puede encontrarse a la vuelta de una esquina la
reproducción en vivo
de un rincón cualquiera de Colombia: la plaza de árboles polvorientos
todavía con las
guirnaldas de papel del último viernes fragoroso, la fonda con el nombre del
pueblo inolvidado y
los aromas desgarradores de la cocina de mamá, la escuela 20 de Julio
junto a la cantina 7
de Agosto con la música para llorar por la novia que nunca fue.
La paradoja es que
estos conquistadores nostálgicos, como sus antepasados, nacieron en un
país de puertas
cerradas. Los libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de
Inglaterra y Francia,
a las doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancaster,
al aprendizaje de las
lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes, para borrar los
vicios de una España
más papista que el papa y todavía escaldada por el acoso financiero de
los judíos y por
ochocientos años de ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX, y más
tarde la Generación
del Centenario, volvieron a proponérselo con políticas de inmigraciones
masivas para
enriquecer la cultura del mestizaje, pero unas y otras se frustraron por un
temor
casi teológico de los
demonios exteriores. Aún hoy estamos lejos de imaginar cuánto
dependemos del vasto
mundo que ignoramos.
Somos conscientes de
nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los
síntomas mientras las
causas se eternizan. Nos han escrito y oficializado una versión
complaciente de la
historia, hecha más para esconder que. para clarificar, en la cual se
perpetúan vicios
originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que
nunca merecimos. Pues
nos complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca ala
Colombia en que
vivimos, sino que Colombia termine por parecerse a su historia escrita.
Por lo mismo, nuestra
educación conformista y represiva parece concebida para que los niños
se adapten por la
fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner el país al
alcance de ellos para
que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la
creatividad y la
intuición congénitas, y contraría la imaginación, .la clarividencia precoz y la
sabiduría del
corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que
la
realidad no termina
donde dicen los textos, que su concepción. del mundo es más acorde con
la naturaleza que la
de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera
trabajar en lo que le
gusta, y sólo en eso.
Esta encrucijada de
destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es
la única medida de la
realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En .todo: eh lo bueno y en lo
malo, en el amor y en
el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota.
Destruimos a los
ídolos con la misma pasión con que los creamos, Somos intuitivos,
autodidactas
espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola
idea del dinero
fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de
olvido histórico.. Un
éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos
como un desastre
aéreo. .Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima
el gesto sobre, la
reflexión., el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza.
Tenemos un amor casi
irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de
vivir. Al autor de
los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo:
al colombiano sin
corazón lo pierde el corazón.
Pues somos dos países
a la vez: uno en el papel y otro en la realidad. Aunque somos
precursores de las
ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado
medieval de brujos
herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no
sean un milagro de la
ciencia. En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria,
la justicia y la
impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el
alma un leguleyo de
mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin
castigo. Amamos a los
perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos de amor por la patria,
pero ignoramos la
desaparición de seis especies animales cada hora del día y de la noche por
la devastación
criminal de los bosques tropicales, y nosotros mismos hemos destruido sin
remedio uno de los
grandes ríos del planeta. Nos indigna la mala imagen del país en el
exterior, pero no nos
atrevemos a admitir que muchas veces la realidad es peor. Somos
capaces de los actos
más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos
dementes, de
funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y
otros malos, sino
porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso --y Dios nos
libre-- todos somos
capaces de todo.
Tal vez una reflexión
más profunda nos permitiría establecer hasta qué punto este modo de ser
nos viene de que
seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y
ensimismada de la
Colonia. Tal vez una más serena nos permitiría descubrir que nuestra
violencia histórica
es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna contra la adversidad. Tal
vez estemos
pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el
cuarenta
por ciento de la
población malvive en la miseria, y nos ha fomentado una noción instantánea y
resbaladiza de la
felicidad: queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más
de lo que parecía
imposible, mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos
como sea: aun contra
la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer
esta ansiedad, hemos
terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un
individualismo
solitario por el que cada uno de nosotros
Piensa que sólo
depende de sí mismo. Razones de sobra para seguir preguntándonos quiénes
somos, y cuál es la
cara con que queremos ser reconocidos en el tercer milenio.
La Misión de Ciencia,
Educación y Desarrollo no ha pretendido una respuesta, pero ha querido
diseñar una carta de
navegación que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones
están dadas como
nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro.
Una educación desde
la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo
modo de pensar y nos
incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a
sí misma. Que
aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética --y tal
vez una estética--
para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre
las ciencias y las
artes a la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de
nuestro tiempo que
pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas.
Que canalice hacia la
vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado
en la depredación y
la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no
tuvo la. estirpe desgraciada
del coronel Aureliano Buendía. Por el país próspero y justo que
soñamos: al alcance
de los niños.
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