sábado, 4 de abril de 2015

Los Niños Son la Base

LA PROCLAMA
Este documento de Gabriel García Márquez, fue creado por el Premio Nobel alrededor de la Comisión de Sabios por una mejor educación en Colombia, en el último año de gobierno de César Gaviria Trujillo.
 
POR UN PAIS AL ALCANCE DE LOS NIÑOS
Por: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ


Los primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto de los
pájaros, se mareaban con la pureza de los olores y agotaron en pocos años una especie
exquisita de perros mudos que los indígenas criaban para comer. Muchos de ellos, y otros que
llegarían después, eran criminales rasos en libertad condicional, que no tenían más razones
para quedarse. Menos razones tendrían muy pronto los nativos para querer que se quedaran.
Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los reyes de España para el emperador de China,
había descubierto aquel paraíso por un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La
víspera de su llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves en la oscuridad del océano,
había percibido en el viento una fragancia de flores de la tierra que le pareció la cosa más
dulce del mundo. En su diario de a bordo escribió que los nativos los recibieron en la playa
como sus madres los parieron, que eran hermosos y de buena índole, y tan cándidos de
natura, que cambiaban cuanto tenían por collares de colores y sonajas de latón. Pero su
corazón perdió los estribos cuando descubrió que sus narigueras eran de oro, al igual que las
pulseras, los collares, los aretes y las tobilleras; que tenían campanas de oro para jugar, y que
algunos ocultaban sus vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y
no sus valores humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo Génesis
que empezaba aquel día. Muchos de ellos murieron sin saber de dónde habían venido los
invasores. Muchos de éstos murieron sin saber dónde estaban. Cinco siglos después, los
descendientes de ambos no acabamos de saber quiénes somos.
Era un mundo más descubierto de lo que se creyó entonces. Los incas, con diez millones de
habitantes, tenían un estado legendario bien constituido, con ciudades monumentales en las
cumbres andinas para tocar al dios solar. Tenían sistemas magistrales de cuenta y razón, y
archivos y memorias de uso popular, que sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un
culto laborioso de las artes públicas, cuya obra magna fue el jardín del palacio imperial, con
árboles y animales de oro y plata en tamaño natural. Los aztecas y los mayas habían plasmado
su conciencia histórica en pirámides sagradas entre volcanes acezantes, y tenían emperadores
clarividentes, astrónomos insignes y artesanos sabios que desconocían el uso industrial de la
rueda, pero la utilizaban en los juguetes de los niños.
En la esquina de los dos grandes océanos se extendían cuarenta mil leguas cuadradas que
Colón entrevió apenas en su cuarto viaje, y que hoy llevan su nombre: Colombia. Lo habitaban
desde hacía unos doce mil años varias comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas
distintas, y con sus identidades propias bien definidas. No tenían una noción de estado, ni
unidad política entre ellas, pero habían descubierto el prodigio político de vivir como iguales en
las diferencias. Tenían sistemas antiguos de ciencia y educación, y una rica cosmología
vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros inspirados. Su madurez creativa se
había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana --que tal vez sea el destino superior de las
artes-- y lo consiguieron con aciertos inemorables, tanto en los utensilios domésticos como en
el modo de ser. El oro y las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un
poder cosmológico y artístico, pero los españoles los vieron con los ojos de Occidente:~ oro y
piedras preciosas de sobra para dejar sin oficio a los alquimistas y empedrar los caminos del
cielo con doblones de a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la Conquista y la Colonia, y el
origen real de lo que somos.
Tuvo que transcurrir un siglo para que los españoles conformaran el estado colonial, con un
solo nombre, una sola lengua y un solo dios.
Sus limites y su división política de doce provincias eran semejantes a los de hoy. Esto dio por
primera vez la noción de un país centralista. y burocratizado, y creó la ilusión de una unidad
nacional en el soporte de la Colonia. Ilusión pura, en una sociedad que era un modelo
oscurantista de discriminación racial y violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los
tres o cuatro millones de indios que encontraron los españoles estaban reducidos a no más de
un millón por la crueldad de los conquistadores y las. enfermedades desconocidas que trajeron
consigo. Pero el mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible. Los miles de esclavos
africanos, traídos por la fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas, habían
aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de imaginación y nostalgia, y
otros dioses remotos. Pero las leyes de Indias habían impuesto patrones milimétricos de
segregación según el grado de sangre blanca dentro a cada raza: mestizos de distinciones
varias, negros esclavos, negros libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse
hasta dieciocho grados .de mestizos, y los mismos blancos españoles segregaron a sus
propios hijos como blancos criollos.
Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios
públicos, o para ingresar en colegios y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive dé
un alma; no tenían derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba
impura hasta que fuera decantada por cuatro generaciones de blancos. Semejantes leyes no
pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras de
las razas, y por la misma dinámica. social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las
tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los
colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los negros, iguales en la ley, padecen
todavía de muchas. discriminaciones, además de las propias de la pobreza.
La generación de la Independencia perdió la primera oportunidad de liquidar esa herencia
abominable. Aquella pléyade de jóvenes románticos inspirados en las luces de la revolución
francesa, instauré una república moderna de buenas intenciones, pero no logró eliminar los
residuos de la Colonia. Ellos mismos no estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón
Bolívar, a los 35 años, había dado la orden de ejecutar ochocientos prisioneros españoles,
inclusive a los enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a los 28, hizo fusilar a
prisioneros de la batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los buenos
propósitos de la república propiciaron de soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos,
obreros y artesanos y otros grupos marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX
no fue ajena a esas desigualdades, como no lo fueron las numerosas conmociones políticas
que han dejado un rastro de sangre a lo largo de nuestra historia.
Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese sino funesto, a suplir los vacíos de nuestra
condición cultural y social, y a buscar a tientas nuestra identidad. Uno es el don de la
creatividad, expresión superior de la inteligencia humana. El otro es una abrasadora
determinación de ascenso personal. Ambos, ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan
útil para el bien como para el mal, fueron un recurso providencial de los indígenas contra los
españoles desde el día mismo del desembarco. Para quitárselos de encima, mandaron a Colón
de isla en isla, siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro que no había
existido nunca. A los conquistadores alucinados por las novelas de caballería los engatusaron
con descripciones de ciudades fantásticas construidas en oro puro, allí mismo, al otro lado de
la loma. A todos los descaminaron con la fábula de El Dorado mítico que una vez al año se
sumergía en su laguna sagrada con el cuerpo empolvado de oro. Tres obras maestras de una
epopeya nacional, utilizadas por los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de
esos talentos precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria para asimilarnos
con rapidez a cualquier medio y aprender sin dolor los oficios más disímiles: fakires en la India,
camelleros en el Sahara o maestros de inglés en Nueva York.
Del lado hispánico, en cambio, tal vez nos venga el ser emigrantes congénitos con un espíritu
de aventura que no elude los riesgos. Todo lo contrario: los buscamos. De unos cinco millones
de colombianos que viven en el exterior, la inmensa mayoría se fue a buscar fortuna sin más
recursos que la temeridad, y hoy están en todas panes, por las buenas o por las malas
razones, haciendo lo mejoro lo peor, pero nunca inadvertidos. La cualidad con que se les
distingue en el folclor del mundo entero es que ningún colombiano se deja morir de hambre.
Sin embargo, la virtud que más se les nota es que nunca fueron tan colombianos como al
sentirse lejos de Colombia.
 

 
Así es. Han asimilado las costumbres y las lenguas de otros como las propias, pero nunca han
podido sacudirse del corazón las cenizas de la nostalgia, y no pierden ocasión de expresarlo
con toda clase de actos patrióticos para exaltar lo que añoran de la tierra distante, inclusive sus
defectos. En el país menos pensado puede encontrarse a la vuelta de una esquina la
reproducción en vivo de un rincón cualquiera de Colombia: la plaza de árboles polvorientos
todavía con las guirnaldas de papel del último viernes fragoroso, la fonda con el nombre del
pueblo inolvidado y los aromas desgarradores de la cocina de mamá, la escuela 20 de Julio
junto a la cantina 7 de Agosto con la música para llorar por la novia que nunca fue.
La paradoja es que estos conquistadores nostálgicos, como sus antepasados, nacieron en un
país de puertas cerradas. Los libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de
Inglaterra y Francia, a las doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancaster,
al aprendizaje de las lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes, para borrar los
vicios de una España más papista que el papa y todavía escaldada por el acoso financiero de
los judíos y por ochocientos años de ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX, y más
tarde la Generación del Centenario, volvieron a proponérselo con políticas de inmigraciones
masivas para enriquecer la cultura del mestizaje, pero unas y otras se frustraron por un temor
casi teológico de los demonios exteriores. Aún hoy estamos lejos de imaginar cuánto
dependemos del vasto mundo que ignoramos.
Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los
síntomas mientras las causas se eternizan. Nos han escrito y oficializado una versión
complaciente de la historia, hecha más para esconder que. para clarificar, en la cual se
perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que
nunca merecimos. Pues nos complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca ala
Colombia en que vivimos, sino que Colombia termine por parecerse a su historia escrita.
Por lo mismo, nuestra educación conformista y represiva parece concebida para que los niños
se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner el país al
alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la
creatividad y la intuición congénitas, y contraría la imaginación, .la clarividencia precoz y la
sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la
realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción. del mundo es más acorde con
la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera
trabajar en lo que le gusta, y sólo en eso.
Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es
la única medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En .todo: eh lo bueno y en lo
malo, en el amor y en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota.
Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos, Somos intuitivos,
autodidactas espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola
idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de
olvido histórico.. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos
como un desastre aéreo. .Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima
el gesto sobre, la reflexión., el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza.
Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de
vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo:
al colombiano sin corazón lo pierde el corazón.
Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad. Aunque somos
precursores de las ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado
medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no
sean un milagro de la ciencia. En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria,
la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el
alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin
castigo. Amamos a los perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos de amor por la patria,
pero ignoramos la desaparición de seis especies animales cada hora del día y de la noche por
la devastación criminal de los bosques tropicales, y nosotros mismos hemos destruido sin
remedio uno de los grandes ríos del planeta. Nos indigna la mala imagen del país en el
exterior, pero no nos atrevemos a admitir que muchas veces la realidad es peor. Somos
capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos
dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y
otros malos, sino porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso --y Dios nos
libre-- todos somos capaces de todo.
Tal vez una reflexión más profunda nos permitiría establecer hasta qué punto este modo de ser
nos viene de que seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y
ensimismada de la Colonia. Tal vez una más serena nos permitiría descubrir que nuestra
violencia histórica es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna contra la adversidad. Tal
vez estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el cuarenta
por ciento de la población malvive en la miseria, y nos ha fomentado una noción instantánea y
resbaladiza de la felicidad: queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más

de lo que parecía imposible, mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos
como sea: aun contra la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer
esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un
individualismo solitario por el que cada uno de nosotros
Piensa que sólo depende de sí mismo. Razones de sobra para seguir preguntándonos quiénes
somos, y cuál es la cara con que queremos ser reconocidos en el tercer milenio.
La Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo no ha pretendido una respuesta, pero ha querido
diseñar una carta de navegación que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones
están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro.
Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo
modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a
sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética --y tal
vez una estética-- para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre
las ciencias y las artes a la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de
nuestro tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas.
Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado
en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no
tuvo la. estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía. Por el país próspero y justo que
soñamos: al alcance de los niños.
 
 

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